Cuando la juventud francesa idealiza a los dictadores rojos
Por Louis Pérez y Cid
Desde Lenin hasta Mao, desde el Che Guevara hasta Hamás, un sector del alumnado francés sigue identificándose con figuras revolucionarias cuyo legado es trágico.
Esta fascinación revela mucho sobre el desorden político y moral de una generación en busca de un ideal. En las aulas y en las pancartas de protesta, los rostros de Lenin, Trotsky, Stalin, Mao y el Che Guevara aún se exhiben con orgullo. Más recientemente, incluso la bandera de Hamás ha aparecido en marchas estudiantiles.
Una paradoja flagrante: estos jóvenes, que exigen libertad, justicia y dignidad de las naciones, recurren a quienes, a lo largo de la historia, han silenciado a su propio pueblo.
La Revolución como mito romántico
En la imaginación activista, los «grandes revolucionarios» encarnan la resistencia a la opresión, la emancipación de las masas y la lucha contra el imperialismo. Lenin y Stalin se convierten en los artífices de un mundo más justo, Mao en el libertador del pueblo chino y el Che en el héroe romántico que cayó con las armas en la mano.
Pero tras los carteles y las camisetas estilizadas, la realidad histórica se desvanece: campos de concentración, hambrunas, represión. Millones de muertes, borradas de un plumazo en nombre de la “causa”.
Aquí, la ideología triunfa sobre la verdad. No se venera la historia, sino el mito, el de la lucha pura, del ideal contra la brutalidad de la realidad.
La memoria selectiva de una tradición francesa
Cabe decir que la cultura académica francesa mantiene una larga familiaridad con la izquierda radical. En las aulas y en algunos libros de texto, el comunismo aún se presenta como una idea noble, simplemente “pervertida” por sus excesos.
Los crímenes del nazismo se condenan unánimemente; los del estalinismo o el maoísmo, sin embargo, a menudo se minimizan. Como si las intenciones “generosas” justificaran las fosas comunes.
Esta memoria selectiva perpetúa un persistente sesgo moral: se supone que la izquierda revolucionaria está del lado del bien, incluso cuando ha creado numerosos gulags.
En busca de un ideal en un mundo desilusionado
El éxito perdurable de estos iconos rojos se explica también por el vacío que llenan.
La juventud actual crece en un mundo saturado de crisis —ecológicas, sociales y políticas— donde el horizonte parece inexistente. La política tradicional ya no inspira y las grandes narrativas colectivas se han derrumbado.
Así, Lenin o el Che Guevara reaparecen, no como modelos políticos, sino como símbolos de lo absoluto. Una forma de decir no, de rebelarse, de pertenecer a algo más grande que uno mismo.
Del Che a Hamás: la confusión de símbolos
Este mismo reflejo se observa hoy en las consignas pro-Hamás que proliferan en algunas universidades.
Muchos jóvenes se manifiestan por compasión hacia el pueblo palestino, una causa justa, por supuesto. Pero en las marchas también vemos a quienes ondean la bandera verde sin comprender lo que representa: un movimiento islamista autoritario y homófobo que oprime a su propio pueblo tanto como lucha contra Israel. El patrón es el mismo de ayer: se santifica al “luchador de la resistencia”, incluso cuando se convierte en perpetrador. La ideología lo simplifica todo: basta con estar “en contra” de algo para estar del lado correcto de la historia.
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Entre la ingenuidad y la responsabilidad colectiva
¿Deberíamos, por lo tanto, condenar a estos jóvenes? No. Su indignación es sincera, su sed de justicia real. Pero su juicio flaquea.
El problema no es el compromiso, sino la ceguera. Y esta ceguera tiene sus raíces en un entorno intelectual donde se ha preferido durante mucho tiempo hacer la vista gorda ante los crímenes cometidos por “amigos”.
La universidad, lugar de conocimiento y debate, debería ser un espacio donde se aprenda a pensar críticamente, a confrontar los mitos con la realidad y a no confundir libertad con revolución.
No es la sed de ideales lo que se debe culpar, sino el romanticismo político que la distorsiona.
Porque al fantasear constantemente con los dictadores como héroes, terminamos olvidando lo que la libertad les debe: la verdad.